Bienvenidos a la belleza de la naturaleza.La Reserva de Mogote Bayo posee 330 hectáreas y es de vital importancia ya que alberga recursos naturales, como manantiales de agua, que abastecen el 60% del consumo de la Villa de Merlo flora y fauna en peligro de extinción, como el cóndor andino, pumas, corzuela, plantas medicinales y aromáticas, molles, y el tabaquillo. En la reserva pueden observarse dos características diferentes de suelo, una de ellas se ve en la zona de entrada del Salto del Tabaquillo y la otra, en la entrada del Mogote Bayo, camino al Vía Crucis.
El relieve es de sierras y quebradas, lo que hace que se generen pequeños microclimas, que permiten que dentro de este bosque serrano se encuentran especies subtropicales y horco-molle, el molle de beber, también encontramos especies como el coco, la tala el peje, manzana del campo, espinillo. En una zona un poco más alta, se desarrolla una zona de estepa con algunos ejemplares de espinillo y molles de beber. Por sobre los 1500 m de altura, solo encontramos pastizales de altura, salvo en las quebradas formada por los causes de agua, donde aparecen bosques de Tabaquillos y algunos horcos- molles y helechos. El Tabaquillo es una especie de gran importancia ya que es una de las pocas que forma bosque en altura y esto pernita que se formen reservas acuíferas.Es un bosque que se forma a 1500 y 2000m de altura y es considerado uno de los sistemas forestales más amenazados del mundo. La población de esta especie en la reserva es una de las más australes del continente. |
Salto del Tabaquillo Mogote Bayo
Allá en las alturas serranas, donde el aire diáfano se carga de aromas silvestres y la vista se extiende a lo lejos, sobre valles y faldeos, palpita una maravilla natural.
Allá en las cimas, al refugio de afelpadas laderas y quebradas rumorosas, abigarradas de bosquecillos y arroyos cristalinos, emerge la Reserva Salto del Tabaquillo, y lo hace
con la ancestral energía de la naturaleza en plenitud y virginal.
Como reza aquel verso del notable poeta merlino, Antonio Esteban Agüero, “allá donde las cabras remontan el silencio” un prodigioso tesoro natural abriga todo el encanto de un paisaje excepcional y la riqueza de un entorno en donde la diversidad genética embriaga de magia todos los sentidos.
Allá en las alturas serranas, donde el aire diáfano se carga de aromas silvestres y la vista se extiende a lo lejos, sobre valles y faldeos, palpita una maravilla natural.
Allá en las cimas, al refugio de afelpadas laderas y quebradas rumorosas, abigarradas de bosquecillos y arroyos cristalinos, emerge la Reserva Salto del Tabaquillo, y lo hace
con la ancestral energía de la naturaleza en plenitud y virginal.
Como reza aquel verso del notable poeta merlino, Antonio Esteban Agüero, “allá donde las cabras remontan el silencio” un prodigioso tesoro natural abriga todo el encanto de un paisaje excepcional y la riqueza de un entorno en donde la diversidad genética embriaga de magia todos los sentidos.
El ingreso a un paraíso
El primer impacto es sonoro. El fragor de los motores se esfuma inexorablemente y el yermo manto del asfalto da lugar a un singular camino de piedras, con el que se inicia el ascenso a los cerros. El silencio de montaña sólo es quebrado por la alternancia de trinos de muy diversas aves, anticipando el ingreso a un mundo en donde la vida natural fluye con especial encanto.
Bajo una añosa y alta arboleda, justo al pie de un pequeño arroyuelo, se levanta el pórtico de acceso a la Reserva Salto del Tabaquillo. En ese entorno calmo y pleno, un original dispositivo de información educativa se levanta como una simple y esencial advertencia al visitante. Al abrir una pequeña caja de madera, en busca de mayores precisiones para saber a cargo de quién habrá de estar el cuidado de la maravilla que se está por visitar, uno se encuentra consigo mismo: un espejo devuelve la imagen de todo aquel que se deja llevar por los textos que invitan a la apertura de tan original cajita de madera. Y, en verdad, es una buena síntesis anticipada de aquello que vendrá. Al desandar los senderos y explorar lo que aguarda en las alturas, en medio de tanta belleza, tanto encanto, y tanta naturaleza en estado puro, uno se encuentra consigo mismo, igual que cuando ve su propia imagen reflejada en el espejo de la cajita.
En el mismo inicio del trayecto que, en principio, hilvana las estaciones de un pintoresco y valorado Vía Crucis, el mismo que luego lleva a la paradigmática Cruz del Mogote Bayo, se puede advertir, a una de las márgenes, el emplazamiento de una casona de antiguos pobladores de la zona. Corrales y pircas con animales de granja enmarcan el último paraje habitado por el hombre. Mas arriba, al influjo de silentes y armónicos vuelos de cóndores, espera el recogimiento del silencio y el avistamiento de lugares y rincones de belleza extraordinaria, en el más literal sentido del término.
El primer impacto es sonoro. El fragor de los motores se esfuma inexorablemente y el yermo manto del asfalto da lugar a un singular camino de piedras, con el que se inicia el ascenso a los cerros. El silencio de montaña sólo es quebrado por la alternancia de trinos de muy diversas aves, anticipando el ingreso a un mundo en donde la vida natural fluye con especial encanto.
Bajo una añosa y alta arboleda, justo al pie de un pequeño arroyuelo, se levanta el pórtico de acceso a la Reserva Salto del Tabaquillo. En ese entorno calmo y pleno, un original dispositivo de información educativa se levanta como una simple y esencial advertencia al visitante. Al abrir una pequeña caja de madera, en busca de mayores precisiones para saber a cargo de quién habrá de estar el cuidado de la maravilla que se está por visitar, uno se encuentra consigo mismo: un espejo devuelve la imagen de todo aquel que se deja llevar por los textos que invitan a la apertura de tan original cajita de madera. Y, en verdad, es una buena síntesis anticipada de aquello que vendrá. Al desandar los senderos y explorar lo que aguarda en las alturas, en medio de tanta belleza, tanto encanto, y tanta naturaleza en estado puro, uno se encuentra consigo mismo, igual que cuando ve su propia imagen reflejada en el espejo de la cajita.
En el mismo inicio del trayecto que, en principio, hilvana las estaciones de un pintoresco y valorado Vía Crucis, el mismo que luego lleva a la paradigmática Cruz del Mogote Bayo, se puede advertir, a una de las márgenes, el emplazamiento de una casona de antiguos pobladores de la zona. Corrales y pircas con animales de granja enmarcan el último paraje habitado por el hombre. Mas arriba, al influjo de silentes y armónicos vuelos de cóndores, espera el recogimiento del silencio y el avistamiento de lugares y rincones de belleza extraordinaria, en el más literal sentido del término.
Los senderos del tiempo
A paso lento, la primera fase se proyecta sobre un sendero serpenteante, siempre contorneado por piedras y un vasto número de hierbas serranas que, conforme a como se gana en altura, van cambiando su aspecto. Las diferencias habituales de temperatura, vientos y humedad en el suelo, son algunas de las causas por las que el reconocimiento de especies vegetales, por ejemplo, cambia sustancialmente con el andar, como si se tratase de estratos de vida que se van encadenando con peculiar armonía en el ascenso a las cumbres.
Como bien lo consignan algunos testimonios históricos, y tal como se encargan de revivirlo con sus relatos de marcha los guías vaqueanos, el sendero por el que se fueron emplazando las estaciones del Vía Crucis esconde bajo sus piedras secretos milenarios. Las profundas huellas dejadas por la erosión del agua, en su frenético escurrir por las laderas, constituyen una prueba irrefutable de la antigüedad de estas huellas por las que los peregrinos y visitantes van en busca de las cimas. Los antiguos moradores de estas tierras, desde tiempos remotos, también se encaminaban en busca de las alturas. Hoy, el andar de los visitantes lo anima el encanto de una cruz que refulge en la distancia y la magia de bosques escondidos entre repliegues serranos.
Además de las implicancias religiosas que cada una supone, las estaciones del Vía Crucis se muestran con una pausa propicia en el ascenso, y también como una formidable oportunidad para la observación panorámica. En cada una de ellas el paisaje muestra facetas distintas, colores y formas que van mutando con el mismo encanto con el que se suceden los aromas que desprenden las hierbas que uno van moviendo con el andar. En todos los casos, y paulatinamente, el Valle del Conlara se recorta como un escenario verde y azul, cuadriculado por montes y sembradíos, como si se lo estuviese mirando desde un avión que gana vuelo.
A paso lento, la primera fase se proyecta sobre un sendero serpenteante, siempre contorneado por piedras y un vasto número de hierbas serranas que, conforme a como se gana en altura, van cambiando su aspecto. Las diferencias habituales de temperatura, vientos y humedad en el suelo, son algunas de las causas por las que el reconocimiento de especies vegetales, por ejemplo, cambia sustancialmente con el andar, como si se tratase de estratos de vida que se van encadenando con peculiar armonía en el ascenso a las cumbres.
Como bien lo consignan algunos testimonios históricos, y tal como se encargan de revivirlo con sus relatos de marcha los guías vaqueanos, el sendero por el que se fueron emplazando las estaciones del Vía Crucis esconde bajo sus piedras secretos milenarios. Las profundas huellas dejadas por la erosión del agua, en su frenético escurrir por las laderas, constituyen una prueba irrefutable de la antigüedad de estas huellas por las que los peregrinos y visitantes van en busca de las cimas. Los antiguos moradores de estas tierras, desde tiempos remotos, también se encaminaban en busca de las alturas. Hoy, el andar de los visitantes lo anima el encanto de una cruz que refulge en la distancia y la magia de bosques escondidos entre repliegues serranos.
Además de las implicancias religiosas que cada una supone, las estaciones del Vía Crucis se muestran con una pausa propicia en el ascenso, y también como una formidable oportunidad para la observación panorámica. En cada una de ellas el paisaje muestra facetas distintas, colores y formas que van mutando con el mismo encanto con el que se suceden los aromas que desprenden las hierbas que uno van moviendo con el andar. En todos los casos, y paulatinamente, el Valle del Conlara se recorta como un escenario verde y azul, cuadriculado por montes y sembradíos, como si se lo estuviese mirando desde un avión que gana vuelo.
Pureza en las alturas
El Vía Crucis ha quedado atrás, y el ascenso continúa en busca de la Cruz. Los árboles de mayor porte –molles, cocos y talas- ya no enmarcan las márgenes del sendero. Sólo dominan la escenas espinillos enclavados en pronunciadas pendientes o enormes roquedales. Hirsutas matas de pajas que se sacuden al viento como si fuesen pelos rizados de la montaña, doradas y amarillas, se mecen coloreadas por un sol que atempera la caminata.
La piedra desnuda, en algunos tramos encajonados del sendero, muestra su riqueza geológica. La Villa de Merlo se llega a ver, en su totalidad, como una trama reticulada a la orilla de un valle cubierto por un tenue manto azulado. De pronto, al volver la vista hacia arriba, un intenso destello alumbra el asombro. La Cruz, en la cima del Mogote Bayo, se muestra cercana. Al cabo de unos pocos minutos ya se está junto a ella. La marcha se detiene, el viento baña la cima del cerro con un silbo sutil. La vista se abre en panorámica hacia los cuatro puntos cardinales: al oeste el valle en todo su extensión, al éste el majestuoso filo de las sierras. Al pie de la Cruz, y después del ascenso todo parece invitar a una inspiración profunda. Un aire fresco y puro llena los pulmones. La vista se plenifica de colores. En silencio, se contempla el vuelo de los cóndores y el distante derrame de cascadas en las imponentes laderas de las cerros sobre los que se recorta la imagen de la cruz.
A una hora de iniciada la marcha se impone el sosiego. Para algunos, luego de un tiempo de maravillosa observación, llega el tiempo del regreso, por el mismo camino. Para otros, en cambio, el periplo continua, con destino al bosque de tabaquillos más importante de toda la región. Un lugar extraordinario, enclavado entre empinadas laderas y surgientes de arroyos, signado solo por el fluir vital de la naturaleza.
El Vía Crucis ha quedado atrás, y el ascenso continúa en busca de la Cruz. Los árboles de mayor porte –molles, cocos y talas- ya no enmarcan las márgenes del sendero. Sólo dominan la escenas espinillos enclavados en pronunciadas pendientes o enormes roquedales. Hirsutas matas de pajas que se sacuden al viento como si fuesen pelos rizados de la montaña, doradas y amarillas, se mecen coloreadas por un sol que atempera la caminata.
La piedra desnuda, en algunos tramos encajonados del sendero, muestra su riqueza geológica. La Villa de Merlo se llega a ver, en su totalidad, como una trama reticulada a la orilla de un valle cubierto por un tenue manto azulado. De pronto, al volver la vista hacia arriba, un intenso destello alumbra el asombro. La Cruz, en la cima del Mogote Bayo, se muestra cercana. Al cabo de unos pocos minutos ya se está junto a ella. La marcha se detiene, el viento baña la cima del cerro con un silbo sutil. La vista se abre en panorámica hacia los cuatro puntos cardinales: al oeste el valle en todo su extensión, al éste el majestuoso filo de las sierras. Al pie de la Cruz, y después del ascenso todo parece invitar a una inspiración profunda. Un aire fresco y puro llena los pulmones. La vista se plenifica de colores. En silencio, se contempla el vuelo de los cóndores y el distante derrame de cascadas en las imponentes laderas de las cerros sobre los que se recorta la imagen de la cruz.
A una hora de iniciada la marcha se impone el sosiego. Para algunos, luego de un tiempo de maravillosa observación, llega el tiempo del regreso, por el mismo camino. Para otros, en cambio, el periplo continua, con destino al bosque de tabaquillos más importante de toda la región. Un lugar extraordinario, enclavado entre empinadas laderas y surgientes de arroyos, signado solo por el fluir vital de la naturaleza.
Los bosques y su riqueza biológica
La marcha, con rumbo a los tabaquillos (una maravillosa especie en peligro de extinción), se retoma por un sendero, con rumbo norte, sobre la cima del Mogote Bayo. Al cabo de unos minutos la huella baja y, lentamente, se comienza a descender por la ladera de una gigantesca quebrada, al fin de la cual se ve, y se comienza a oír, el serpenteante escurrimiento de un arroyo.
Pocos minutos después se abre una vista maravillosa: La parte inferior de una ladera en caída prácticamente vertical, se ve tapizada por arboles de folla verde que reflejan el brillo del sol. Más abajo, aun, el bosque se tupe con mayor intensidad. Pero lo que se advierte desde lejos y el encanto que despierta semejante estallido de árboles en medio de un paisaje exuberante en rocas y altas cumbres, se agiganta cuando uno se acerca, y tiene la posibilidad de caminar a la vera del arroyo, por debajo de la copa de los tabaquillos. Sus troncos, con reflejos ocres y rojos que se descaman como las hojas de viejos pergaminos, están llenos de rugosa magia. Es difícil poder describir con palabras un paisaje natural que compromete los sentidos y emociona con tanta intensidad. Andar por un lugar donde la naturaleza entreteje con tan sutil hermosura su urdimbre de vida, constituye una experiencia inolvidable.
Las referencias científicas, con sobradas justificaciones conceptuales y analíticas, seguramente están en condiciones de testimoniar la riqueza genética y la enorme importancia que este bosque de tabaquillos y orco molles tiene en cuanto a su implicancia genética, y la consecuente biodiversidad que allí se sustenta. Esto es lo que, desde otra perspectiva, conmueve y maravilla cuando uno, con profundo asombro, camina al amparo de un bosque en donde el paso del tiempo sustenta un delicado y extraordinario equilibrio natural.
La marcha, con rumbo a los tabaquillos (una maravillosa especie en peligro de extinción), se retoma por un sendero, con rumbo norte, sobre la cima del Mogote Bayo. Al cabo de unos minutos la huella baja y, lentamente, se comienza a descender por la ladera de una gigantesca quebrada, al fin de la cual se ve, y se comienza a oír, el serpenteante escurrimiento de un arroyo.
Pocos minutos después se abre una vista maravillosa: La parte inferior de una ladera en caída prácticamente vertical, se ve tapizada por arboles de folla verde que reflejan el brillo del sol. Más abajo, aun, el bosque se tupe con mayor intensidad. Pero lo que se advierte desde lejos y el encanto que despierta semejante estallido de árboles en medio de un paisaje exuberante en rocas y altas cumbres, se agiganta cuando uno se acerca, y tiene la posibilidad de caminar a la vera del arroyo, por debajo de la copa de los tabaquillos. Sus troncos, con reflejos ocres y rojos que se descaman como las hojas de viejos pergaminos, están llenos de rugosa magia. Es difícil poder describir con palabras un paisaje natural que compromete los sentidos y emociona con tanta intensidad. Andar por un lugar donde la naturaleza entreteje con tan sutil hermosura su urdimbre de vida, constituye una experiencia inolvidable.
Las referencias científicas, con sobradas justificaciones conceptuales y analíticas, seguramente están en condiciones de testimoniar la riqueza genética y la enorme importancia que este bosque de tabaquillos y orco molles tiene en cuanto a su implicancia genética, y la consecuente biodiversidad que allí se sustenta. Esto es lo que, desde otra perspectiva, conmueve y maravilla cuando uno, con profundo asombro, camina al amparo de un bosque en donde el paso del tiempo sustenta un delicado y extraordinario equilibrio natural.
Una quebrada mágica y virginal
Al influjo de un ambiente impoluto y virginal, la caminata entre laderas inferiores recubiertas por tabaquillos que empecinadamente se aferran a un lecho de piedras, deviene en el acceso a un espacio abierto en el que de pronto emerge un fenomenal monte de helechos, de hojas largas, erguidas y espigadas. De los árboles penden delgadas barbas de ángel. El arroyo rumorea su frío canto, y todo de repente se vuelve mágico. Las nociones de tiempo y espacio se trastocan: dónde se está, en qué lugar y en qué momento. No importan las respuestas, todo es muy bello.
El camino de regreso se ha iniciado. Pero es muy difícil olvidar lo percibido, lo vivenciado. El reconocido Salto del Tabaquillo se muestra como el próximo destino. Al él se llega prontamente, y se lo puede observar desde arriba,. La imagen es imponente, tanto como la caminata por la ladera que se desciende, para proseguir por el arroyo rumbo al punto de partida. Una hora más de marcha y se está de regreso, en el mismo lugar en el que una cajita de madera nos devuelve la imagen en un espejo, pero luego de reencontrarnos con el esplendor de la vida un lugar maravillo de la naturaleza.
Al influjo de un ambiente impoluto y virginal, la caminata entre laderas inferiores recubiertas por tabaquillos que empecinadamente se aferran a un lecho de piedras, deviene en el acceso a un espacio abierto en el que de pronto emerge un fenomenal monte de helechos, de hojas largas, erguidas y espigadas. De los árboles penden delgadas barbas de ángel. El arroyo rumorea su frío canto, y todo de repente se vuelve mágico. Las nociones de tiempo y espacio se trastocan: dónde se está, en qué lugar y en qué momento. No importan las respuestas, todo es muy bello.
El camino de regreso se ha iniciado. Pero es muy difícil olvidar lo percibido, lo vivenciado. El reconocido Salto del Tabaquillo se muestra como el próximo destino. Al él se llega prontamente, y se lo puede observar desde arriba,. La imagen es imponente, tanto como la caminata por la ladera que se desciende, para proseguir por el arroyo rumbo al punto de partida. Una hora más de marcha y se está de regreso, en el mismo lugar en el que una cajita de madera nos devuelve la imagen en un espejo, pero luego de reencontrarnos con el esplendor de la vida un lugar maravillo de la naturaleza.
Informe Periodístico-Documental
Por Lic. Alberto P. Trossero